17
Agosto
2017
Empresarios y poder político
La sociedad gestionada
Vienen por nosotros
Daniel Gatti
Foto: Gerardo Iglesias
De Francia a Brasil, pasando por Argentina, México, Chile, Panamá, una camada de empresarios se ha hecho del poder o pugna por llegar a él con nuevas-viejas recetas que tienen como uno de sus puntos centrales reformas laborales radicales que destruyen derechos, amplían las desigualdades y precarizan aún más el trabajo.
Emmanuel Macron no es Michel Temer. Tampoco Mauricio Macri, ni Sebastián Piñera, ni Vicente Fox. No es Guillermo Lasso, ni Gonzalo Sánchez de Lozada, ni Juan Carlos Varela, ni Ricardo Martinelli. Y menos que menos Horacio Cartes o Edgardo Novick.
Refinado, charmeur, afecto a los tics que marcan el discreto encanto de la burguesía (francesa), egresado de los centros educativos de la elite, Macron les lleva varios cuerpos de distancia, en formación y espesor intelectual, a cualquiera de los integrantes de esa decena de presidentes americanos, actuales o pasados, o de aspirantes a serlo.
Se jacta, por ejemplo, de haber estudiado filosofía. Y también de su “apertura” en temas de comportamiento y de su conexión con el espíritu “libertario” de los jóvenes urbanos.
Pero comparte con la enorme mayoría de esos presidentes, ex presidentes y aspirantes a presidentes americanos, muchos de ellos trogloditas básicos, una condición: la de estar fuertemente vinculado al mundo empresarial.
Y una visión: la de creer que un país “se administra como una empresa”, con la “racionalidad” de una empresa y la lógica de costos-beneficios de una empresa.
También una ubicación en el arco político: la de no reconocerse “en la izquierda ni en la derecha”, la de situarse en un no man’s land que en sí mismo es toda una definición ideológica.
Macron lo hace con cierto refinamiento, con la elegancia que les falta esa decena de americanos. Aun así, algunos de ellos -incluso los más improbables- lo han tomado como modelo.
El emergente derechista uruguayo Novick lo ha hecho expresamente. Piñera y Macri también.
El ultraliberal escritor peruano Mario Vargas Llosa saludó la victoria del francés como “un triunfo resonante de la libertad por sobre todas las cosas”.
Y el brasileño Temer le dirigió una carta en los días siguientes a su éxito electoral: “Nos une la voluntad de llevar a cabo reformas modernizadoras”, le dijo.
Refinado, charmeur, afecto a los tics que marcan el discreto encanto de la burguesía (francesa), egresado de los centros educativos de la elite, Macron les lleva varios cuerpos de distancia, en formación y espesor intelectual, a cualquiera de los integrantes de esa decena de presidentes americanos, actuales o pasados, o de aspirantes a serlo.
Se jacta, por ejemplo, de haber estudiado filosofía. Y también de su “apertura” en temas de comportamiento y de su conexión con el espíritu “libertario” de los jóvenes urbanos.
Pero comparte con la enorme mayoría de esos presidentes, ex presidentes y aspirantes a presidentes americanos, muchos de ellos trogloditas básicos, una condición: la de estar fuertemente vinculado al mundo empresarial.
Y una visión: la de creer que un país “se administra como una empresa”, con la “racionalidad” de una empresa y la lógica de costos-beneficios de una empresa.
También una ubicación en el arco político: la de no reconocerse “en la izquierda ni en la derecha”, la de situarse en un no man’s land que en sí mismo es toda una definición ideológica.
Macron lo hace con cierto refinamiento, con la elegancia que les falta esa decena de americanos. Aun así, algunos de ellos -incluso los más improbables- lo han tomado como modelo.
El emergente derechista uruguayo Novick lo ha hecho expresamente. Piñera y Macri también.
El ultraliberal escritor peruano Mario Vargas Llosa saludó la victoria del francés como “un triunfo resonante de la libertad por sobre todas las cosas”.
Y el brasileño Temer le dirigió una carta en los días siguientes a su éxito electoral: “Nos une la voluntad de llevar a cabo reformas modernizadoras”, le dijo.
Posdemocracia
Cuando el cliente desplaza al ciudadano
En 2012, el politólogo español Juan Carlos Monedero, lejos todavía de convertirse en uno de los fundadores de Podemos, glosaba sobre la “posdemocracia”, esa noción con tantas acepciones que él definía como “el sempiterno intento liberal de desplazar la política a un lugar neutral, con el fin de proclamar la muerte del antagonismo político y la aceptación resignada del reformismo político y de la economía de mercado”.
La “posdemocracia”, escribía (Nueva Sociedad, julio-agosto 2012), había comenzado a gestarse tras la caída del muro de Berlín.
“El ‘cliente’ ocupó el lugar del ‘ciudadano’, la ‘racionalidad de la empresa’ expulsó a la ‘ineficiencia del Estado’, la ‘modernización’ sustituyó a la ‘ideología’, lo ‘privado’ se valoró por encima de lo ‘público’ y el ‘consenso’ desplazó al conflicto”.
La “posdemocracia”, escribía (Nueva Sociedad, julio-agosto 2012), había comenzado a gestarse tras la caída del muro de Berlín.
“El ‘cliente’ ocupó el lugar del ‘ciudadano’, la ‘racionalidad de la empresa’ expulsó a la ‘ineficiencia del Estado’, la ‘modernización’ sustituyó a la ‘ideología’, lo ‘privado’ se valoró por encima de lo ‘público’ y el ‘consenso’ desplazó al conflicto”.
Reformas laborales
La piedra de toque del nuevo liberalismo
Hay hoy un hilo conductor, un punto común entre los empresarios o los empresaristas puestos a políticos en casi todo el mundo: el deseo de impulsar reformas laborales en un sentido claramente “liberalizador”, dice el investigador francés Emmanuel Dockés, profesor de derecho en la Universidad de Nanterre y especialista en derecho del trabajo.
La laboral ha sido la piedra de toque de las reformas que ha emprendido en Brasil Michel Temer; y Emmanuel Macron presentó la suya como la madre de todas las que pretende realizar durante su quinquenio presidencial.
Sueñan estos empresarios-presidentes con tercerizar lo más posible; facilitar despidos y contrataciones; eliminar los convenios colectivos; llevar las negociaciones salariales y de condiciones de trabajo a nivel de cada empresa, y - si se puede- imponer una negociación individual entre trabajador y empleador; disminuir las subvenciones por desempleo.
También es regular la jornada laboral; rebajar los impuestos a los empresarios; poner trabas al funcionamiento de los sindicatos, y por qué no debilitarlos al máximo y destruirlos.
Buena parte de esas aspiraciones, con mayor o menor énfasis, están presentes en la reforma laboral que Emmanuel Macron quiere aplicar lo antes posible en Francia.
El parlamento, en el cual su partido tiene amplia mayoría, lo acaba de autorizar a concretarla por decreto, sin negociación alguna.
Macron ya había impulsado una reforma laboral de ese tipo cuando era ministro de Economía bajo la presidencia del socialista Francois Hollande, entre 2014 y 2016.
Pero entonces se le armó una fronda interna en el Partido Socialista y hasta en el propio gobierno.
Algo logró hacer de todas maneras: liberalizó la jornada laboral en supermercados y otros comercios, facilitó los despidos por “causas económicas”, rebajó en 40.000 millones de euros los impuestos pagados por las empresas.
La presión de la calle y la proximidad de unas elecciones en las que los socialistas debían apelar otra vez a sus bases para tratar de escapar a una debacle que finalmente no consiguieron evitar, pudieron más.
La laboral ha sido la piedra de toque de las reformas que ha emprendido en Brasil Michel Temer; y Emmanuel Macron presentó la suya como la madre de todas las que pretende realizar durante su quinquenio presidencial.
Sueñan estos empresarios-presidentes con tercerizar lo más posible; facilitar despidos y contrataciones; eliminar los convenios colectivos; llevar las negociaciones salariales y de condiciones de trabajo a nivel de cada empresa, y - si se puede- imponer una negociación individual entre trabajador y empleador; disminuir las subvenciones por desempleo.
También es regular la jornada laboral; rebajar los impuestos a los empresarios; poner trabas al funcionamiento de los sindicatos, y por qué no debilitarlos al máximo y destruirlos.
Buena parte de esas aspiraciones, con mayor o menor énfasis, están presentes en la reforma laboral que Emmanuel Macron quiere aplicar lo antes posible en Francia.
El parlamento, en el cual su partido tiene amplia mayoría, lo acaba de autorizar a concretarla por decreto, sin negociación alguna.
Macron ya había impulsado una reforma laboral de ese tipo cuando era ministro de Economía bajo la presidencia del socialista Francois Hollande, entre 2014 y 2016.
Pero entonces se le armó una fronda interna en el Partido Socialista y hasta en el propio gobierno.
Algo logró hacer de todas maneras: liberalizó la jornada laboral en supermercados y otros comercios, facilitó los despidos por “causas económicas”, rebajó en 40.000 millones de euros los impuestos pagados por las empresas.
La presión de la calle y la proximidad de unas elecciones en las que los socialistas debían apelar otra vez a sus bases para tratar de escapar a una debacle que finalmente no consiguieron evitar, pudieron más.
Con las manos libres
Un “golpe de Estado social”
Macron renunció, formó su propio partido y esperó. Hoy tiene las manos libres y sumó a su movimiento a no pocos de los socialistas que compartían su “social liberalismo”.
“La ideología empresarial, el famoso ‘entrepreneurismo’, ha penetrado muy hondo en dirigentes, militantes, electores, gente común que fueron de izquierda y se han pasado con armas y bagajes a un pensamiento que se dice a-ideológico pero que encarna valores que siempre fueron de derecha”, apunta Jean Luc Mélenchon.
Semanas atrás Mélenchon, , líder de Francia Insumisa, la coalición de izquierda “radical” que en las elecciones presidenciales de abril-mayo pasado estuvo a punto de pasar a la segunda vuelta, acusó a Emmanuel Macron de haber dado un “golpe de Estado social”.
Cuando apareció, el año pasado, como un “candidato renovador”, como un outsider de la política, Macron lo hizo con piel de cordero.
Pero apenas llegó al poder, el lobo remplazó al cordero, y el que se mostró a cara descubierta fue el ex gerente del banco de negocios Rothschild que como ministro de un gobierno “socialista” había encontrado algunos (algunos) límites, dijo el dirigente de Francia Insumisa.
Hay actualmente una voluntad muy clara en el empresario presidente francés de “destruir las protecciones del trabajo, con la excusa de que constituyen trabas a la creación de empleo en tiempos de crisis”, considera Emmanuel Dockés (Reporterre, 13-VII-17).
No es un discurso nuevo, precisamente, aunque se presente como tal. “Macron dice algo bastante clásico: que Francia no ha hecho las reformas necesarias, a diferencia del Reino Unido”, señala Frédéric Farah, coautor del libro Introduction inquiète à la Macron-économie (Mediapart, 10-II-17).
“Detrás de la modernidad aparente de sus propuestas se esconde en realidad una visión regresiva de la economía”, dice este docente de economía en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle.
Y una visión regresiva de las relaciones sociales.
La reforma laboral macroniana, sostiene Dockés, no llega al extremo de la reforma brasileña, que fomenta un trato directo entre trabajadores y empresarios, sin mediaciones sindicales y a través de contratos privados, pero va en esa dirección.
Los patrones franceses podrán, por ejemplo, a partir de que la nueva ley entre en vigor, “obviar a los sindicatos realizando un referéndum entre su personal”.
“Actualmente, a nivel de sector, empleadores y asalariados negocian convenios colectivos de obligado cumplimiento. Con las ordenanzas del presidente, salvo algunas excepciones se les negará esa facultad. Y quienes negocien a nivel de sector no podrán impedir que sus acuerdos sean invalidados en las empresas. Se creará necesariamente una forma de dumping”, señala el investigador.
Macron viste con ropaje social viejas recetas thatcherianas de los ochenta y reivindica una desregulación, una “uberización” de la economía que en muchos países se ha ido aplicando en estos últimos treinta años con gran éxito para los empresarios -sobre todo para los grandes- y elevados costos -a veces con tragedias- para los asalariados, piensa Farah.
En el Reino Unido, la administración de esas recetas condujo a un aumento de las desigualdades, el empobrecimiento de amplios sectores de la clase trabajadora, la liquidación de derechos sociales y a la destrucción de más empleos que los que se crearon, afirma Dockés.
“La ideología empresarial, el famoso ‘entrepreneurismo’, ha penetrado muy hondo en dirigentes, militantes, electores, gente común que fueron de izquierda y se han pasado con armas y bagajes a un pensamiento que se dice a-ideológico pero que encarna valores que siempre fueron de derecha”, apunta Jean Luc Mélenchon.
Semanas atrás Mélenchon, , líder de Francia Insumisa, la coalición de izquierda “radical” que en las elecciones presidenciales de abril-mayo pasado estuvo a punto de pasar a la segunda vuelta, acusó a Emmanuel Macron de haber dado un “golpe de Estado social”.
Cuando apareció, el año pasado, como un “candidato renovador”, como un outsider de la política, Macron lo hizo con piel de cordero.
Pero apenas llegó al poder, el lobo remplazó al cordero, y el que se mostró a cara descubierta fue el ex gerente del banco de negocios Rothschild que como ministro de un gobierno “socialista” había encontrado algunos (algunos) límites, dijo el dirigente de Francia Insumisa.
Hay actualmente una voluntad muy clara en el empresario presidente francés de “destruir las protecciones del trabajo, con la excusa de que constituyen trabas a la creación de empleo en tiempos de crisis”, considera Emmanuel Dockés (Reporterre, 13-VII-17).
No es un discurso nuevo, precisamente, aunque se presente como tal. “Macron dice algo bastante clásico: que Francia no ha hecho las reformas necesarias, a diferencia del Reino Unido”, señala Frédéric Farah, coautor del libro Introduction inquiète à la Macron-économie (Mediapart, 10-II-17).
“Detrás de la modernidad aparente de sus propuestas se esconde en realidad una visión regresiva de la economía”, dice este docente de economía en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle.
Y una visión regresiva de las relaciones sociales.
La reforma laboral macroniana, sostiene Dockés, no llega al extremo de la reforma brasileña, que fomenta un trato directo entre trabajadores y empresarios, sin mediaciones sindicales y a través de contratos privados, pero va en esa dirección.
Los patrones franceses podrán, por ejemplo, a partir de que la nueva ley entre en vigor, “obviar a los sindicatos realizando un referéndum entre su personal”.
“Actualmente, a nivel de sector, empleadores y asalariados negocian convenios colectivos de obligado cumplimiento. Con las ordenanzas del presidente, salvo algunas excepciones se les negará esa facultad. Y quienes negocien a nivel de sector no podrán impedir que sus acuerdos sean invalidados en las empresas. Se creará necesariamente una forma de dumping”, señala el investigador.
Macron viste con ropaje social viejas recetas thatcherianas de los ochenta y reivindica una desregulación, una “uberización” de la economía que en muchos países se ha ido aplicando en estos últimos treinta años con gran éxito para los empresarios -sobre todo para los grandes- y elevados costos -a veces con tragedias- para los asalariados, piensa Farah.
En el Reino Unido, la administración de esas recetas condujo a un aumento de las desigualdades, el empobrecimiento de amplios sectores de la clase trabajadora, la liquidación de derechos sociales y a la destrucción de más empleos que los que se crearon, afirma Dockés.
“Uberización”
Dumping y debilidad de la resistencia
Que Macron pueda concretar sus planes dependerá en gran parte de la resistencia social que encuentre, de la fuerza que puedan oponerle, por ejemplo, los sindicatos, dice Frédéric Farah.
En Francia el movimiento sindical no está precisamente en su mejor momento, pero conserva un poder que no tienen los gremios brasileños, paraguayos, peruanos, panameños, tampoco chilenos. Tal vez sí (algo) los argentinos.
“Desregular en Europa, sobre todo en países donde el Estado tiene gran presencia, no es lo mismo que hacerlo en América. Allá hay instituciones más sólidas, un entramado de leyes más sólido, aunque lo hayan perforado grandemente en los últimos tiempos”, sostiene un dirigente de la Confederación Nacional de Asalariados y Asalariadas Rurales (Contar) de Brasil.
Si la reforma laboral de Michel Temer (inspirada por los mismos principios que la francesa, pero mucho más dura) “pasó” con tanta facilidad, con escasa resistencia callejera, declara este sindicalista, no sólo se debe a que el parlamento (uno de los más corruptos de la historia brasileña) está controlado por una derecha rancia y regresiva sino también a la debilidad “cultural” de la izquierda política y social, en particular de las centrales obreras.
Alberto Broch, vicepresidente de la Confederación Nacional de Trabajadores Rurales y Agricultores y Agricultoras Familiares (Contag), y Artur Bueno de Camargo, dirigente de la Confederación Nacional de Trabajadores de las Industrias de la Alimentación y Afines (Cnta Afins), van en la misma dirección.
Ambos coinciden en que la sociedad brasileña está “anestesiada” (Broch), “aletargada” (Bueno de Camargo) y responsabilizan de ese estado catatónico al hecho que la “ideología empresarista” ha logrado hacerle la cabeza a gran parte de la ciudadanía.
“Los medios de comunicación, la gran prensa, han contribuido, claro, a este estado de situación, pero también los partidos progresistas y las centrales sindicales, que no ofrecieron una alternativa”, sostuvo Antonio Lucas Filho, presidente de la Contar.
“Tenemos gran responsabilidad en todo lo que está sucediendo” (La Rel, 28-VII.17).
En Francia el movimiento sindical no está precisamente en su mejor momento, pero conserva un poder que no tienen los gremios brasileños, paraguayos, peruanos, panameños, tampoco chilenos. Tal vez sí (algo) los argentinos.
“Desregular en Europa, sobre todo en países donde el Estado tiene gran presencia, no es lo mismo que hacerlo en América. Allá hay instituciones más sólidas, un entramado de leyes más sólido, aunque lo hayan perforado grandemente en los últimos tiempos”, sostiene un dirigente de la Confederación Nacional de Asalariados y Asalariadas Rurales (Contar) de Brasil.
Si la reforma laboral de Michel Temer (inspirada por los mismos principios que la francesa, pero mucho más dura) “pasó” con tanta facilidad, con escasa resistencia callejera, declara este sindicalista, no sólo se debe a que el parlamento (uno de los más corruptos de la historia brasileña) está controlado por una derecha rancia y regresiva sino también a la debilidad “cultural” de la izquierda política y social, en particular de las centrales obreras.
Alberto Broch, vicepresidente de la Confederación Nacional de Trabajadores Rurales y Agricultores y Agricultoras Familiares (Contag), y Artur Bueno de Camargo, dirigente de la Confederación Nacional de Trabajadores de las Industrias de la Alimentación y Afines (Cnta Afins), van en la misma dirección.
Ambos coinciden en que la sociedad brasileña está “anestesiada” (Broch), “aletargada” (Bueno de Camargo) y responsabilizan de ese estado catatónico al hecho que la “ideología empresarista” ha logrado hacerle la cabeza a gran parte de la ciudadanía.
“Los medios de comunicación, la gran prensa, han contribuido, claro, a este estado de situación, pero también los partidos progresistas y las centrales sindicales, que no ofrecieron una alternativa”, sostuvo Antonio Lucas Filho, presidente de la Contar.
“Tenemos gran responsabilidad en todo lo que está sucediendo” (La Rel, 28-VII.17).
De las bambalinas al escenario
El asalto empresarial al poder
La irrupción abierta de los empresarios en la escena política en América Latina no es nueva, pero tampoco tan vieja.
Remonta a los años ochenta, al inicio de la “era neoliberal”, escribe el investigador peruano Francisco Durand (Nueva Sociedad, enero- febrero de 2010).
“Entre el ocaso populista –que empieza con el estallido de la crisis de la deuda externa de México en 1982– y el amanecer neoliberal –que se inicia con la adopción de políticas económicas promercado del Consenso de Washington–, ocurrió un cambio sorprendente: comenzaron a aparecer movimientos de protesta empresarial. Y, más impactante todavía, surgieron empresarios-candidatos”.
“Durante el auge político del populismo y el socialismo en el siglo XX, los terratenientes y banqueros, y luego los industriales, hacían política, ciertamente; pero la solían practicar detrás de los muros de la fábrica, en los inaccesibles salones de sus residencias, manejando las elecciones detrás de la escena o tocando las puertas de los cuarteles. Como norma, los empresarios y propietarios no bajaban al llano”.
En México, en 1982, y en Perú, en 1987, las gremiales patronales actuaron abiertamente para bloquear medidas de nacionalización del sistema financiero.
En Perú llegaron a tomar las calles del barrio pituco de Miraflores, en lo que se conoció como “la marcha de los banqueros”.
De esas movilizaciones surgió el Movimiento Libertad, liderado por Mario Vargas Llosa y el economista Hernando de Soto.
Vargas Llosa fue derrotado en elecciones por Alberto Fujimori, que en 1990 convirtió en su asesor a De Soto, negoció con las cámaras empresariales e incorporó a su gobierno a varios empresarios y tecnócratas.
También en 1987, en Panamá, los grandes empresarios están en el origen de la formación de la Cruzada Civilista, de oposición al gobierno de Manuel Noriega, que promovió manifestaciones conocidas como “las protestas de los Mercedes Benz”.
La CC impulsó la candidatura presidencial del abogado empresarial Guillermo Endara y reclamó la intervención militar de Estados Unidos para derrocar a Noriega, que se concretó en 1989.
También del magín norteamericano y del activismo político empresarial salió, en 2002, el golpe de Estado contra Hugo Chávez que catapultó a la presidencia al principal dirigente de la Federación de Cámaras de Venezuela, Pedro Carmona.
Dos días duró la gestión de este magnate, que se apuró en derogar por decreto las leyes que “atentaban contra la propiedad privada” y reprivatizar las empresas que hasta entonces “el comandante” había nacionalizado.
A Cardona lo secundaban varios dirigentes políticos, entre ellos un tal Henrique Capriles, Leopoldo López y Antonio Ledesma.
Dos años antes, en 2000, Vicente Fox se convirtió en el primer presidente ajeno al Pri de México.
Ranchero, alto ejecutivo de la Coca Cola, Fox llegó al poder prometiendo “moralizar” la vida política.
Como era empresario, y exitoso, dijo, no necesitaba del dinero de otros empresarios y administraría al país como un “buen gestor, cuidando los equilibrios”.
Un discurso que, luego, harían suyo el paraguayo Cartes, el chileno Piñera, el argentino Macri y el estadounidense Donald Trump.
Y el panameño Ricardo Martinelli, un multimillonario amigo del ex presidente colombiano Álvaro Uribe, hoy preso acusado de corrupción y espionaje.
En México, Fox privatizó y desreguló todo lo que pudo, repartió favores entre amigos y familiares, la deuda del país se disparó, aumentaron la pobreza y el desempleo, acomodó a empresarios y alineó a México con Estados Unidos de manera particularmente genuflexa.
Remonta a los años ochenta, al inicio de la “era neoliberal”, escribe el investigador peruano Francisco Durand (Nueva Sociedad, enero- febrero de 2010).
“Entre el ocaso populista –que empieza con el estallido de la crisis de la deuda externa de México en 1982– y el amanecer neoliberal –que se inicia con la adopción de políticas económicas promercado del Consenso de Washington–, ocurrió un cambio sorprendente: comenzaron a aparecer movimientos de protesta empresarial. Y, más impactante todavía, surgieron empresarios-candidatos”.
“Durante el auge político del populismo y el socialismo en el siglo XX, los terratenientes y banqueros, y luego los industriales, hacían política, ciertamente; pero la solían practicar detrás de los muros de la fábrica, en los inaccesibles salones de sus residencias, manejando las elecciones detrás de la escena o tocando las puertas de los cuarteles. Como norma, los empresarios y propietarios no bajaban al llano”.
En México, en 1982, y en Perú, en 1987, las gremiales patronales actuaron abiertamente para bloquear medidas de nacionalización del sistema financiero.
En Perú llegaron a tomar las calles del barrio pituco de Miraflores, en lo que se conoció como “la marcha de los banqueros”.
De esas movilizaciones surgió el Movimiento Libertad, liderado por Mario Vargas Llosa y el economista Hernando de Soto.
Vargas Llosa fue derrotado en elecciones por Alberto Fujimori, que en 1990 convirtió en su asesor a De Soto, negoció con las cámaras empresariales e incorporó a su gobierno a varios empresarios y tecnócratas.
También en 1987, en Panamá, los grandes empresarios están en el origen de la formación de la Cruzada Civilista, de oposición al gobierno de Manuel Noriega, que promovió manifestaciones conocidas como “las protestas de los Mercedes Benz”.
La CC impulsó la candidatura presidencial del abogado empresarial Guillermo Endara y reclamó la intervención militar de Estados Unidos para derrocar a Noriega, que se concretó en 1989.
También del magín norteamericano y del activismo político empresarial salió, en 2002, el golpe de Estado contra Hugo Chávez que catapultó a la presidencia al principal dirigente de la Federación de Cámaras de Venezuela, Pedro Carmona.
Dos días duró la gestión de este magnate, que se apuró en derogar por decreto las leyes que “atentaban contra la propiedad privada” y reprivatizar las empresas que hasta entonces “el comandante” había nacionalizado.
A Cardona lo secundaban varios dirigentes políticos, entre ellos un tal Henrique Capriles, Leopoldo López y Antonio Ledesma.
Dos años antes, en 2000, Vicente Fox se convirtió en el primer presidente ajeno al Pri de México.
Ranchero, alto ejecutivo de la Coca Cola, Fox llegó al poder prometiendo “moralizar” la vida política.
Como era empresario, y exitoso, dijo, no necesitaba del dinero de otros empresarios y administraría al país como un “buen gestor, cuidando los equilibrios”.
Un discurso que, luego, harían suyo el paraguayo Cartes, el chileno Piñera, el argentino Macri y el estadounidense Donald Trump.
Y el panameño Ricardo Martinelli, un multimillonario amigo del ex presidente colombiano Álvaro Uribe, hoy preso acusado de corrupción y espionaje.
En México, Fox privatizó y desreguló todo lo que pudo, repartió favores entre amigos y familiares, la deuda del país se disparó, aumentaron la pobreza y el desempleo, acomodó a empresarios y alineó a México con Estados Unidos de manera particularmente genuflexa.
Motosierras, narcos, CEO
Con todo descaro
Michel Temer fue el último magnate en llegar al poder.
El brasileño no es propiamente un empresario, pero ha llenado su gobierno de ejecutivos y hombres (blancos y ricos) ligados a los medios empresariales, como el ministro de Finanzas Henrique Meirelles o el terrateniente Blairo Maggi, ministro de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento, conocido como “el rey de la soja” o como “motosierra de oro”, un “premio” que le dio Greenpeace por su contribución a la tala de la Amazonia.
En Bolivia, la segunda gestión del empresario minero Gonzalo Sánchezde Lozada, entre 2002 y 2003 (la primera había sido entre 1993 y 1997), fue abiertamente liberal y sangrienta: decenas de campesinos fueron masacrados en El Alto y en el altiplano.
Si el argentino Macri fue el que más empresarios incorporó a su gestión (“un gobierno de CEO”, lo llamó un dirigente de la Central de Trabajadores Argentinos), Horacio Cartes ha sido el más descarado de la troupe en cuanto a sus propósitos.
En octubre de 2013, el por entonces flamante presidente paraguayo dijo en Montevideo ante empresarios uruguayos que bajo su gestión su país sería “como una mujer bonita, una mujer fácil” con la cual los inversores podrían hacer lo que quisieran.
“No tendrán límites, sólo los de su imaginación”, les prometió el cínicamente machista multimillonario acusado de corrupción y de vínculos con el narcotráfico.
El brasileño no es propiamente un empresario, pero ha llenado su gobierno de ejecutivos y hombres (blancos y ricos) ligados a los medios empresariales, como el ministro de Finanzas Henrique Meirelles o el terrateniente Blairo Maggi, ministro de Agricultura, Ganadería y Abastecimiento, conocido como “el rey de la soja” o como “motosierra de oro”, un “premio” que le dio Greenpeace por su contribución a la tala de la Amazonia.
En Bolivia, la segunda gestión del empresario minero Gonzalo Sánchezde Lozada, entre 2002 y 2003 (la primera había sido entre 1993 y 1997), fue abiertamente liberal y sangrienta: decenas de campesinos fueron masacrados en El Alto y en el altiplano.
Si el argentino Macri fue el que más empresarios incorporó a su gestión (“un gobierno de CEO”, lo llamó un dirigente de la Central de Trabajadores Argentinos), Horacio Cartes ha sido el más descarado de la troupe en cuanto a sus propósitos.
En octubre de 2013, el por entonces flamante presidente paraguayo dijo en Montevideo ante empresarios uruguayos que bajo su gestión su país sería “como una mujer bonita, una mujer fácil” con la cual los inversores podrían hacer lo que quisieran.
“No tendrán límites, sólo los de su imaginación”, les prometió el cínicamente machista multimillonario acusado de corrupción y de vínculos con el narcotráfico.
(Convenio Brecha-Rel Uita. Los subtítulos son de La Rel).