13
Mayo
2016
Brasil | Sociedad | POLÍTICA

Dilma “apartada” de la presidencia

El día en que Brasil goleó a la democracia

En São Paulo, Agnese Marra | Convenio Brecha – Rel-UITA
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Ilustración: Allan McDonald

Por 55 votos a favor y 22 en contra el Senado brasileño decidió seguir adelante con el juicio político contra Dilma Rousseff. La presidenta ha sido apartada de sus funciones durante al menos 180 días a través de un polémico proceso definido por muchos como “golpe blando”. El vicepresidente Michel Temer comandará el nuevo gobierno a ritmo de recortes sociales y privatizaciones.
Apenas diecinueve meses después de iniciar su segundo mandato, Rousseff debió dejarlo, hasta que se conozca la sentencia definitiva del juicio político al que se enfrenta.

Tras la votación en la Cámara de Diputados del 17 de abril, la plenaria del Senado se entendía como un mero trámite. Las cartas ya estaban dadas. Y así fue. No es de extrañar que alrededor de las cinco de la tarde del miércoles, mientras los senadores daban sus motivos para apartar o no a Dilma, la todavía presidenta entraba en su despacho presidencial para retirar sus enseres.

Una montaña de papeles directa a la trituradora, documentos para escanear, cajas para guardar sus libros y las fotos de su hija y de sus dos nietos: todo empaquetado rumbo al Palacio da Alvorada, que seguirá siendo su residencia oficial hasta que se lleve a cabo el juicio que presumiblemente la retirará definitivamente del cargo y no le permitirá presentarse a ningún cargo público electo por muchos años.

A esas horas las manifestaciones en las calles comenzaban tímidamente. En São Pablo, en la Avenida Paulista, donde se gestaron las primeras protestas contra Dilma, marchas a favor y en contra el impeachment compartieron espacio.

Mientras un grupo de artistas rompían una copia ampliada de su credencial como protesta por el juicio político, otro grupo, ataviado con la camiseta de la selección, bailaba un samba que se titulaba “Ciao querida”.

En Brasilia hubo choques y la Policía llegó a lanzar gases lacrimógenos contra los manifestantes pro Dilma. Hace un año el ahora presidente de Brasil, Michel Temer, aseguraba que la idea del impeachment era “inconcebible”, pero en los últimos meses fue su principal promotor y responsable.

Lo mismo sucede con gran parte de los senadores que ayer jueves decidieron acabar con el mandato de la presidenta. En pocos meses Rousseff vio cómo su gobierno se le escapaba de las manos.

Cómo empezó todo

Dos semanas después de ganar las elecciones, el principal opositor de Dilma Rousseff, Aécio Neves (PSDB), que había perdido por apenas un 1,3 por ciento de los votos, advirtió que Dilma no acabaría su mandato. Cuatro gobiernos consecutivos del PT y la amenaza del retorno de Lula en 2018 no eran un plato fácil de digerir para el principal partido de la oposición, que lleva más de una década sin hacerse cargo del Ejecutivo.

Lo que parecía una pataleta política se convirtió en un objetivo preciso: terminar con el mandato de Dilma a cualquier coste. “No vamos a acabar con Dilma, vamos a hacerla sangrar”, decía el senador Alysio Nunes, también del PSDB, por las mismas fechas.

Al revanchismo del principal partido de la oposición se sumaron diversos factores para que el Congreso haya conseguido quitarse de en medio a una presidenta elegida legítimamente por 54 millones de brasileños.

El primero tuvo que ver con la propia mandataria, que a pesar de ganar los comicios con la promesa de retomar políticas de izquierda, aplicó el programa que defendía su opositor Neves.

Con un ministro de Economía amigo de los mercados financieros se promovieron una serie de recortes sociales que provocaron la desbandada general de la izquierda y de los movimientos sociales.

A su vez el Congreso que surgió de las elecciones fue el más conservador desde la redemocratización del país. El peso de la llamada “bancada evangélica”, de las elites del campo y de los nostálgicos de la dictadura se sintió desde el primer día en ambas cámaras, mientras que el PT perdió un importante número de escaños.

El PMDB, un partido corcho que funcionaba como aliado del gobierno, se hizo dueño del Legislativo y uno de sus dirigentes, el conservador Eduardo Cunha, consiguió la presidencia de Diputados y comenzó a tejer alianzas para imponer su programa y chantajear a la presidenta con abrirle un juicio político.  

La gobernabilidad del país dependía entonces de un Congreso en el que los aliados del Ejecutivo, con el paso de los meses, se convirtieron en oposición.

El paso de la condición de socios a enemigos no se produjo de un día para el otro. La investigación Lava Jato, considerado el mayor escándalo de corrupción del país, basado en los desvíos millonarios de dinero de la estatal Petrobras a políticos de casi todos los partidos, fue la frutilla en la torta del segundo mandato de Rousseff.

La mandataria vio cómo grandes figuras de su partido comenzaban a ser acusadas. Lo mismo sucedió con políticos del PMDB, y el PP. Los grandes medios concentraron sus denuncias en los petistas y crearon una narrativa en la que el PT parecía el único culpable de los males del país.

La popularidad de la presidenta bajó estrepitosamente y en el mes de julio sólo un 7 por ciento de la población aprobaba su gestión. El desempleo aumentaba y la inflación crecía. El ambiente cada vez era más propicio para llevar a cabo el impeachment y los motivos para cumplirlo menos importantes.

El pasado diciembre, Eduardo Cunha, tras ver cómo dos diputados petistas votaban en la Comisión de Ética de la Cámara a favor de que lo apartaran de su cargo, cumplió su amenaza y pasó a promover el impeachment.

Desde entonces, y a cuenta gotas, los partidos aliados comenzaron a abandonar el barco, que ya comenzaba a ser comandado en la sombra por el vicepresidente Michel Temer.

La acusación contra Dilma se basa en la aprobación de seis decretos presupuestarios en los que se maquillaban las cuentas del Estado y por los que la presidenta obtuvo dinero de bancos públicos sin haber devuelto a tiempo lo que ya le había sido prestado.

Un delito de cuentas relativamente habitual en la política brasileña (y también extranjera), ya que el expresidente Fernando Henrique Cardoso llegó a firmar más de 100 del mismo estilo, al igual que Lula, o que actuales gobernadores como el paulista Geraldo Alckmin.

Sin embargo, en Rousseff este delito ha sido tratado como un delito penal al punto de convertirlo en crimen de responsabilidad para poder llevar a cabo un juicio político. El abogado de la presidenta, José Eduardo Cardozo, no ha dejado de repetir que “hacer de un problema de presupuesto un delito contra la Constitución sólo puede ser llamado de golpe”.

No sólo los medios internacionales usan este término, en las últimas semanas la OEA y su secretario general, el uruguayo Luis Almagro, dejó claras sus dudas acerca de este proceso “por no tener nada de peso para acusar a la presidenta” y “porque aquellos que comandan el juicio político están acusados de graves delitos de corrupción y la presidenta de ninguno”.

La oposición y los grandes medios brasileños no quieren ni oír la palabra “golpe” e insisten en que “el impeachment está amparado en la Constitución” y aseguran “cumplir las reglas”, como si por el mero hecho de tener normas no fuera necesario llenarlas de contenido.

En los márgenes de la democracia

Tras la bochornosa votación del pasado 17 de abril, en la que 367 diputados, por razones tan profundas como “Dios y mi familia”, votaron en favor del impeachment, ya se daba por hecho que la votación en el Senado traería el mismo resultado. La votación de ayer jueves no fue ninguna sorpresa.

Lo que no se esperaba es que apenas una semana antes de que el Senado diera su parecer se sucedieran tantos acontecimientos. Primero fue la decisión del Tribunal Superior Federal (STF) de apartar a Eduardo Cunha por usar el cargo de presidente de la Cámara “con fines ilícitos y para obtener ventajas indebidas”.

A pesar de ser una noticia esperada por gran parte de la población, no hubo quien no cuestionara los tiempos en los que se producía: “Ya hizo el trabajo sucio y ahora se lo quieren quitar de en medio”, decía el diputado del PSOL Jean Wyllys, quien se preguntaba por qué no lo habían apartado antes de la votación de la Cámara y cómo en este momento esta acción servía “para limpiar la imagen del nuevo gobierno Temer”.

Pero lo que más llamó la atención fue el polémico papel del STF, que en una delicada maniobra solicitó que se apartara a Cunha de su cargo, algo que la Constitución brasileña sólo autoriza en caso de juicio político.

El juez Teori Zavascki, promotor de la iniciativa, alegó que se trataba de “una situación extraordinaria y excepcional” y que por tanto no debía “sentar precedentes”.

Pero la sorpresa final vino el lunes 9, cuando Waldir Maranhão, el sustituto de Cunha y presidente interino de la Cámara, anunció que anulaba la votación del pasado 17 de abril por considerar que hubo en ella “vicios” de forma. Por unas horas Dilma pensó que obtenía un respiro, mientras la oposición montó en cólera y dijo que los argumentos de Maranhão eran “endebles”.  

El presidente del Senado, Renan Calheiros, se mostró tajante y dijo que Maranhão estaba “jugando con la democracia” y que no aceptaría la anulación, algo que de haberse cumplido también vulneraría la ley. “¿Cómo pueden escandalizarse con argumentos endebles si son los mismos que tienen ellos para hacer el impeachment de Dilma?”, se preguntaba el profesor de Filosofía de la Universidad de São Paulo Pablo Ortellado.

El diputado Wyllys señalaba, en la misma línea: “Estamos asistiendo a un espectáculo de facciones criminales en el Congreso. Se preocupan porque Maranhão ignora los 367 votos de los diputados, pero no les importa tirar a la basura los 54 millones de votos que recibió la presidenta”.

Poco duró la indignación de los orquestadores del impeachment, porque a última hora del lunes, sucedió algo todavía más inédito: el propio Maranhão, tras ser amenazado con ser expulsado de su partido (el PP), decidió revocar la anulación y mantener la votación del miércoles en el Senado. La antropóloga Rosana Pinheiro Machado, profesora de la Universidad de Oxford, resumía en su página de Facebook: “Duerman tranquilos porque este circo no merece nuestro insomnio. Los políticos brasileños le faltan el respeto a toda la población. Ya no hay posibilidades de respetar a ninguna institución”.

El martes José Eduardo Cardozo se jugó la última carta para evitar la votación del Senado y pidió al Tribunal Supremo Federal que anulara el impeachment por los mismos motivos que habían apartado a Cunha, “desvíos de poder”, asegurando que el expresidente de la Cámara había articulado el proceso “abusando de su cargo con favores ilícitos”.

El juez del STF, Gilmar Mendes, al enterarse de la noticia sentenció: “pueden recurrir al Papa o al diablo si quieren”, una respuesta muy alejada de la “neutralidad” que se esperaría de un miembro del STF.

El mismo miércoles por la mañana, el juez Teori Zavascki, encargado de la petición de Cardozo, anunció que la denegaba, y el impeachment siguió adelante.

La votación en el Senado comenzó el miércoles a las 9 de la mañana y duró hasta las 7 de la mañana de ayer jueves. A pesar de su duración el resultado se daba por hecho y los informativos del día anterior ya hablaban del “gobierno del presidente Temer”.

Sin los aspavientos y gritos que se vieron en la votación de la Cámara de los Diputados, los senadores fueron más moderados y hablaron de crisis económica y corrupción.

Curiosamente, el 60 por ciento de ellos están procesados por la justicia acusados de lavado de dinero, crímenes contra el orden financiero y crímenes electorales.

El senador Aécio Neves culpó a Dilma de “desestabilizar el país con el desequilibrio de las finanzas públicas”, algo “típico de los gobiernos populistas”.

Marta Suplicy, una dirigente histórica del PT que el año pasado pasó a filas del PMDB, apeló por “apostar por una nueva etapa del país” y aseguró que estaban reunidos varios “indicios necesarios como para hacer un juicio político”, aunque no citó ninguno.

El mediático senador Romario (el exfutbolista) justificó su voto por el “sí” debido a las crisis y a los altos niveles de desempleo y aseguró que había que “apostar por recortar gastos” para que el país “renazca”.

Entre los que votaron en contra se habló de “oportunismo”, de “falta de motivos reales para un juicio” y de “crimen contra la democracia”.

“Vuelta a los noventa”

En la tarde de ayer jueves Michel Temer dio un discurso a la población de “pacificación y esperanza” y aseguró que seguiría “adelante con el Lava Jato”, una de las principales incógnitas ya que él mismo ha sido varias veces citado por esas investigaciones.

El programa económico de su partido, “Ponte para um Futuro” (Puente para un futuro), que presentó ante los empresarios paulistas en diciembre, resume los planes que tiene para el país.

Habrá, por ejemplo, recortes al plan “Bolsa Familia”, que podrían dejar sin subvención a 14 millones de brasileños pobres y volverían a colocar al país en el “mapa del hambre”, así como en los gastos de educación y salud, y habrá modificaciones a las leyes laborales que favorecerán los acuerdos por empresa por sobre los convenios colectivos.

Eso, para empezar. Henrique Meirelles, nuevo ministro de Hacienda que fue presidente del Banco Central en los gobiernos de Lula, dijo que los recortes deberían ser “muy duros”.

Las privatizaciones también tendrán protagonismo: Petrobras podría ser una de las joyas de la corona en venta. Y habrá mayor liberalidad hacia las compras de tierras por extranjeros. El profesor de Comunicación Política Wilson Gomes lo resumió así: “Volvemos a los años noventa”.

Los movimientos sociales han advertido que lucharán “sin tregua” contra “los retrocesos sociales” que se avecinan. Por ahora Temer tiene garantizada la gobernabilidad en el Congreso, pero las calles pueden ponérselo difícil y la amenaza de unas elecciones anticipadas está sobre la mesa.