31
Marzo
2017
Ciencia y corporaciones
Denunciar las connivencias y morir en el intento
Daniel Gatti
Ilustración: Rel-UITA
Una fue una famosa toxicóloga estadounidense, él un famoso biólogo argentino. Marion Copley y Andrés Carrasco murieron con diferencia de pocos meses, entre 2013 y 2014, y en los últimos años de su vida tuvieron dos grandes puntos en común: denunciaron los efectos del glifosato y por hacerlo sufrieron ataques y difamaciones de parte de empresas del agronegocio y de muchos de sus colegas. Ambos defendían también un “modelo de ciencia comprometido con la sociedad”.
Esta semana, ocho años después del fallecimiento de Copley, una científica multipremiada que fue parte de la Autoridad Ambiental de Estados Unidos (EPA), un grupo anti-transgénicos de su país, USRTK, difundió una carta inédita de la bióloga.
La había escrito en el marco de un proceso judicial contra la transnacional Monsanto por el uso del agrotóxico Roundup -uno de cuyos componentes centrales es el glifosato- que se estaba ventilando en un tribunal del estado de Carolina del Norte.
La carta estaba dirigida a Jess Rowland, también integrante de la EPA y denunciado como “topo de Monsanto” en ese organismo público que supuestamente debe “promover y proteger un medioambiente firme y saludable” y cuidar de la salud de quienes lo pueblan, humanos o animales.
Rowland y Copley habían trabajado juntos en la División Efectos de la Salud de la EPA y la toxicóloga mostraba en su mensaje su disconformidad con la actitud del organismo ante el glifosato.
Denunciaba por ejemplo que la autoridad ambiental conocía desde hacía tiempo investigaciones independientes que relacionaban al glifosato con linfomas y que los había descartado conscientemente.
Copley habla en su carta de 14 mecanismos que pueden aumentar el riesgo de tumores y dice que el glifosato los desencadena a todos ellos simultáneamente.
Es suficiente, escribe, como para catalogar al glifosato como “probable carcinógeno humano”.
La EPA ya lo había calificado como “posible carcinógeno humano” y se negaba a aumentar el grado de peligrosidad del componente activo del Roundup.
Dos años después, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer recogía la recomendación de Copley, pero hace unos pocos días la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) desechó esa consideración.
También se habló entonces de conflicto de intereses por los contactos que algunos de los integrantes de la EFSA mantienen con la industria biotecnológica.
“Por una vez en tu vida escúchame y no hagas tu juego de connivencia política con la ciencia para favorecer a los registrantes”, es decir a los empresarios, le clamaba Copley a Rowland
“Es esencialmente cierto que el glifosato causa cáncer” y así ha sido demostrado en estudios sobre animales, pero varios de los integrantes de la EPA –Copley cita al propio Rowland y a otros dos que aún la integran– miraron para otro lado, apuntaba la toxicóloga.
En lo que sí se mostraron activos esos científicos, agregaba, fue en intentar torcer las investigaciones a favor de Monsanto y en amedrentar a quienes se negaban a hacerlo.
La toxicóloga los acusó, por ejemplo, de recibir –ellos personalmente y sus laboratorios– fondos de las empresas del área.
La había escrito en el marco de un proceso judicial contra la transnacional Monsanto por el uso del agrotóxico Roundup -uno de cuyos componentes centrales es el glifosato- que se estaba ventilando en un tribunal del estado de Carolina del Norte.
La carta estaba dirigida a Jess Rowland, también integrante de la EPA y denunciado como “topo de Monsanto” en ese organismo público que supuestamente debe “promover y proteger un medioambiente firme y saludable” y cuidar de la salud de quienes lo pueblan, humanos o animales.
Rowland y Copley habían trabajado juntos en la División Efectos de la Salud de la EPA y la toxicóloga mostraba en su mensaje su disconformidad con la actitud del organismo ante el glifosato.
Denunciaba por ejemplo que la autoridad ambiental conocía desde hacía tiempo investigaciones independientes que relacionaban al glifosato con linfomas y que los había descartado conscientemente.
Copley habla en su carta de 14 mecanismos que pueden aumentar el riesgo de tumores y dice que el glifosato los desencadena a todos ellos simultáneamente.
Es suficiente, escribe, como para catalogar al glifosato como “probable carcinógeno humano”.
La EPA ya lo había calificado como “posible carcinógeno humano” y se negaba a aumentar el grado de peligrosidad del componente activo del Roundup.
Dos años después, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer recogía la recomendación de Copley, pero hace unos pocos días la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) desechó esa consideración.
También se habló entonces de conflicto de intereses por los contactos que algunos de los integrantes de la EFSA mantienen con la industria biotecnológica.
“Por una vez en tu vida escúchame y no hagas tu juego de connivencia política con la ciencia para favorecer a los registrantes”, es decir a los empresarios, le clamaba Copley a Rowland
“Es esencialmente cierto que el glifosato causa cáncer” y así ha sido demostrado en estudios sobre animales, pero varios de los integrantes de la EPA –Copley cita al propio Rowland y a otros dos que aún la integran– miraron para otro lado, apuntaba la toxicóloga.
En lo que sí se mostraron activos esos científicos, agregaba, fue en intentar torcer las investigaciones a favor de Monsanto y en amedrentar a quienes se negaban a hacerlo.
La toxicóloga los acusó, por ejemplo, de recibir –ellos personalmente y sus laboratorios– fondos de las empresas del área.
Mientras tanto, en el Sur
El biólogo solitario
Andrés Carrasco no pensó, en los primeros años 2000, cuando era un biólogo reconocido por todos sus pares y se había izado hasta la presidencia del Conicet, el Consejo de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Argentina, que al final de esa década muchos de sus compañeros le darían vuelta la cara y lo tratarían como un apestado.
Cuenta el periodista argentino Darío Aranda que un día de abril de 2009 recibió un llamado de un biólogo que se presentó así: “Mi nombre es Andrés Carrasco, fui presidente del Conicet y soy jefe del Laboratorio de Embriología de la Universidad de Buenos Aires. Le dejo mis datos”.
Carrasco había estudiado el impacto del glifosato en embriones y quería que Aranda, especializado en temas ambientales en el diario Página 12, viera su trabajo para difundirlo.
“La noticia: el glifosato, el químico pilar del modelo sojero, era devastador en embriones anfibios. Nada volvió a ser igual. Organizaciones sociales, campesinos, familias fumigadas y activistas tomaron el trabajo de Carrasco como una prueba de lo que vivían en el territorio”, rememoró el periodista en 2014.
“No descubrí nada nuevo. Digo lo mismo que las familias que son fumigadas, sólo que lo confirmé en un laboratorio”, contó Aranda que solía repetir el ex presidente del Conicet.
Desde entonces Carrasco vivió entre dos extremos: los habitantes de los pueblos fumigados y organizaciones sociales lo invitaban a cuanto foro o acto donde poder denunciar lo que sucedía, lejos de las cámaras, en los campos argentinos; los empresarios del arsenal agroquímico, el grueso de sus colegas y gobernantes, y hasta la embajada de Estados Unidos comenzaron un acoso constante que se fue intensificando.
El acoso se tradujo en presiones, amenazas, campañas de difamación.
“Creen que pueden ensuciar fácilmente treinta años de carrera. Son hipócritas, cipayos de las corporaciones, pero tienen miedo. Saben que no pueden tapar el sol con la mano. Hay pruebas científicas y, sobre todo, hay centenares de pueblos que son la prueba viva de la emergencia sanitaria, respondía Carrasco.
Al biólogo lo conmovía en particular la situación en Barrio Ituzaingó, una pequeña localidad sojera de la provincia de Córdoba cuyos habitantes habían sido fumigados sin piedad y habían padecido múltiples enfermedades, sin recibir asistencia adecuada.
Carrasco se cansó de denunciar el atropello y de incitar a sus colegas a investigar los efectos de los agrotóxicos. No encontró mayor eco, salvo en algunos colegas aislados o en jóvenes de la Universidad de Río Cuarto, en Córdoba, y de la Facultad de Ciencias Médica de Rosario, en Santa Fe.
“Los señalaba como el ‘futuro digno’ de la ciencia argentina”, apuntó Darío Aranda.
Del Conicet tenía la opinión totalmente contraria y denunciaba su connivencia con los empresarios del sector, como lo demostraba, escribía, los premios que había recibido de parte de Monsanto y de otra transnacional, la Barrick Gold.
“La gente sufre y los científicos se vuelven empresarios o socios de multinacionales”, declaró.
Sus trabajos sobre el glifosato llegaron a ser publicados en revistas normadas, como la estadounidense Chemical Research in Toxicology, desmintiendo a sus detractores, que lo acusaban de ignorante, vacuo o impreciso.
Cuenta el periodista argentino Darío Aranda que un día de abril de 2009 recibió un llamado de un biólogo que se presentó así: “Mi nombre es Andrés Carrasco, fui presidente del Conicet y soy jefe del Laboratorio de Embriología de la Universidad de Buenos Aires. Le dejo mis datos”.
Carrasco había estudiado el impacto del glifosato en embriones y quería que Aranda, especializado en temas ambientales en el diario Página 12, viera su trabajo para difundirlo.
“La noticia: el glifosato, el químico pilar del modelo sojero, era devastador en embriones anfibios. Nada volvió a ser igual. Organizaciones sociales, campesinos, familias fumigadas y activistas tomaron el trabajo de Carrasco como una prueba de lo que vivían en el territorio”, rememoró el periodista en 2014.
“No descubrí nada nuevo. Digo lo mismo que las familias que son fumigadas, sólo que lo confirmé en un laboratorio”, contó Aranda que solía repetir el ex presidente del Conicet.
Desde entonces Carrasco vivió entre dos extremos: los habitantes de los pueblos fumigados y organizaciones sociales lo invitaban a cuanto foro o acto donde poder denunciar lo que sucedía, lejos de las cámaras, en los campos argentinos; los empresarios del arsenal agroquímico, el grueso de sus colegas y gobernantes, y hasta la embajada de Estados Unidos comenzaron un acoso constante que se fue intensificando.
El acoso se tradujo en presiones, amenazas, campañas de difamación.
“Creen que pueden ensuciar fácilmente treinta años de carrera. Son hipócritas, cipayos de las corporaciones, pero tienen miedo. Saben que no pueden tapar el sol con la mano. Hay pruebas científicas y, sobre todo, hay centenares de pueblos que son la prueba viva de la emergencia sanitaria, respondía Carrasco.
Al biólogo lo conmovía en particular la situación en Barrio Ituzaingó, una pequeña localidad sojera de la provincia de Córdoba cuyos habitantes habían sido fumigados sin piedad y habían padecido múltiples enfermedades, sin recibir asistencia adecuada.
Carrasco se cansó de denunciar el atropello y de incitar a sus colegas a investigar los efectos de los agrotóxicos. No encontró mayor eco, salvo en algunos colegas aislados o en jóvenes de la Universidad de Río Cuarto, en Córdoba, y de la Facultad de Ciencias Médica de Rosario, en Santa Fe.
“Los señalaba como el ‘futuro digno’ de la ciencia argentina”, apuntó Darío Aranda.
Del Conicet tenía la opinión totalmente contraria y denunciaba su connivencia con los empresarios del sector, como lo demostraba, escribía, los premios que había recibido de parte de Monsanto y de otra transnacional, la Barrick Gold.
“La gente sufre y los científicos se vuelven empresarios o socios de multinacionales”, declaró.
Sus trabajos sobre el glifosato llegaron a ser publicados en revistas normadas, como la estadounidense Chemical Research in Toxicology, desmintiendo a sus detractores, que lo acusaban de ignorante, vacuo o impreciso.
Con los peones de campo
“Ellos saben”
El científico se emocionó cuando se enteró por Aranda que en un pueblito de la provincia de Entre Ríos la viuda de un productor rural que se llamaba como él y que había muerto por cáncer de piel a raíz de las fumigaciones con agrotóxicos lo tenía como referente.
El “otro” Andrés Carrasco “era peón de campo, vivía rodeado de soja y fue fumigado periódicamente. Comenzó a enfermar, la piel se le desprendía y tuvo graves problemas respiratorios. Murió luego de una larga agonía. (Su viuda) no tenía dudas de que habían sido los agrotóxicos que llovían sobre la casa. Y los médicos tampoco tenían dudas, aunque se negaban a ponerlo por escrito”, escribió el periodista.
En la última entrevista que dio, Carrasco se preguntó para quién y para qué la labor de la ciencia. “¿Ciencia para Monsanto y para transgénicos y agroquímicos en todo el país? ¿Ciencia para Barrick Gold y perforar toda la cordillera? ¿Ciencia para el fracking y Chevron?”.
El “otro” Andrés Carrasco “era peón de campo, vivía rodeado de soja y fue fumigado periódicamente. Comenzó a enfermar, la piel se le desprendía y tuvo graves problemas respiratorios. Murió luego de una larga agonía. (Su viuda) no tenía dudas de que habían sido los agrotóxicos que llovían sobre la casa. Y los médicos tampoco tenían dudas, aunque se negaban a ponerlo por escrito”, escribió el periodista.
En la última entrevista que dio, Carrasco se preguntó para quién y para qué la labor de la ciencia. “¿Ciencia para Monsanto y para transgénicos y agroquímicos en todo el país? ¿Ciencia para Barrick Gold y perforar toda la cordillera? ¿Ciencia para el fracking y Chevron?”.